Si hombres y mujeres, casados y solteros, son “imagen de Cristo”, el Espíritu tiene libertad para dotarlos de vocaciones específicas La vocación de sacerdotes casados ha sido “apagada y despreciada” (1Tes 5,19)

Pidamos: «Hágase tu voluntad. Todos discípulos, todos misioneros»”

Religión Digital refería que “el Jueves Santo, la iglesia de San Antón vivió un hecho especialmente emotivo. En el Lavatorio, el padre Ángel y los sacerdotes… lavaron los pies a varios `ex sacerdotes´, como símbolo de una iglesia que quiere ser, como manda el Papa Francisco, Hospital de Campaña… Uno de ellos ha escrito: `Estimado padre Ángel, de la iglesia de san Antón de Madrid. Varios `ex sacerdotes´ hemos estado presentes en la eucaristía del Jueves Santo, y emocionados hemos recibido el lavatorio de los pies por los sacerdotes de San Antón, recordando con nostalgia las muchas veces que nosotros lavamos los pies a nuestros fieles en nuestras parroquias. Gracias por todo´. El padre Ángel explica: `es precioso y emocionante, que un acto tan sencillo pueda ayudar y mover conciencias” (RD 02.04.2024).

Es triste que estos sacerdotes no puedan seguir haciéndolo. El sacramento del Orden imprime carácter. Diáconos, presbíteros y obispos, son para siempre (“in aeternum”). Hasta el documento de dispensa del celibato (“rescripto de secularización”) señala expresamente la obligación que tienen como sacerdotes de “confesar al penitente en peligro de muerte” (conforme al canon 976 del Código de Derecho Canónico: “Todo sacerdote, aun desprovisto de facultad para confesar, absuelve válida y lícitamente a cualquier penitente que esté en peligro de muerte de cualesquiera censuras y pecados, aunque se encuentre presente un sacerdote aprobado”). Luego no se puede hablar de “ex sacerdotes”. Si acaso de “ex párrocos”, “ex clérigos” …

La Iglesia celebra el próximo domingo (21.04.2024) la “Jornada Mundial de oración por las vocaciones y la Jornada de vocaciones nativas con el lema, «Hágase tu voluntad. Todos discípulos, todos misioneros»”. La Iglesia acepta que toda persona está llamada (tiene vocación) a vivir humanamente, en la “dignidad infinita” que el Creador da a todo ser humano, “única criatura terrestre a la que Dios ha querido por sí misma” (GS 24).

Pero, además, Jesús nos ha abierto otra vocación a los que creen en él: “Ser hijo de Dios”. Esta es la vocación fundamental cristiana: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” 1Jn 3,1; 3,2; 3,10; 5,2). La forma imperativa (“ídete”: mirad, daos cuenta, experimentad, entended), expresa la vocación a vivir como hijos de Dios. Esta vocación está incluida en el Bautismo. Los bautizados pueden decir como Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres…» (Lc 4,18s). La 3ª catequesis mistagógica (guía a comprender los misterios-sacramentos) de San Cirilo de Jerusalén (s. IV), que leímos el viernes de la octava de Pascua en el Oficio de Lectura, nos recuerda:

“Bautizados en Cristo y habiéndoos revestido de Cristo, habéis adquirido una condición semejante a la del Hijo de Dios… Fuisteis hechos “cristos” cuando recibisteis el signo del Espíritu Santo; todo se realizó en vosotros en imagen, ya que sois imagen de Cristo… De modo similar, después que subisteis de la piscina bautismal, recibisteis el crisma, símbolo del Espíritu Santo con que fue ungido Cristo. Respecto a lo cual, Isaías, en una profecía relativa a sí mismo, pero en cuanto que representaba al Señor, dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido; me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres” (Cat. 21, 3,1-3: PG 33).

Esta unción iguala en dignidad cristiana y capacita para recibir otras vocaciones más específicas: “Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,27s). Si hombres y mujeres, casados y solteros, son “imagen de Cristo”, el Espíritu tiene libertad para dotarlos de vocaciones específicas. “No apaguéis el Espíritu… Examinadlo todo; quedaos con lo bueno” (1Tes 5,19ss).

La ley de los dirigentes de la Iglesia prohíbe al Espíritu Santo “llamar” para diácono (ahora están cediendo en algunos casos), presbítero y obispo, a varón casado y a toda mujer. Al menos en la Iglesia latina. Han decidido no tolerar ejercer dicha vocación, por mucho que el Espíritu se empeñe. Aquí mandamos nosotros. Es lo que conviene. Son un grupo a nuestro servicio. Es barato y está dispuesto a cumplir nuestra voluntad absoluta. Poco importa estar preparado, tener buena intención y ser aceptado por la comunidad. Si no reúne las condiciones que el sucesor de Pedro ha impuesto, no hay nada que hacer.

Para justificar esta ley no reparan en argumentos. Si “Jesús mismo no puso esta condición previa en la elección de los Doce, como tampoco los Apóstoles para los que ponían al frente de las primeras comunidades cristianas (cf. 1 Tim 3, 2-5; Tit 1, 5-6)”, decimos que es una “Tradición apostólica”, que sólo obliga a la Iglesia latina. Ahora el Espíritu “sopla donde quiere” y lo que quiere el Papa.

Para justificar la Ordenación sólo de varones, se acude a “una cierta diversidad de papeles, en la medida en que tal diversidad no es fruto de imposición arbitraria, sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y femenino. Es un tema que tiene su aplicación específica incluso dentro de la Iglesia. Si Cristo —con una elección libre y soberana, atestiguada por el Evangelio y la constante tradición eclesial— ha confiado solamente a los varones la tarea de ser «icono» de su rostro de «pastor» y de «esposo» de la Iglesia a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, esto no quita nada al papel de la mujer, así como al de los demás miembros de la Iglesia que no han recibido el orden sagrado, siendo por lo demás todos igualmente dotados de la dignidad propia del «sacerdocio común», fundamentado en el Bautismo. En efecto, estas distinciones de papel no deben interpretarse a la luz de los cánones de funcionamiento propios de las sociedades humanas, sino con los criterios específicos de la economía sacramental, o sea, la economía de «signos» elegidos libremente por Dios para hacerse presente en medio de los hombres” (Carta del papa Juan Pablo II a las mujeres, 11. 29 junio 1995).

¿A quién puede convencer que una mujer cristiana no puede representar a Jesús como cabeza, “ser «icono» de su rostro de «pastor» y de «esposo» de la Iglesia” cuando, por revelación bíblica, sabemos que “cuantos hemos sido bautizados en Cristo, nos hemos revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, ¿porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,27-28)?

¿Hay que creer que la actuación de Jesús (siglo I) es fruto de “una cierta diversidad de papeles, en la medida en que tal diversidad no es fruto de imposición arbitraria, sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y femenino”? La tradición patriarcal tiene más siglos que la Iglesia. Las sociedades civiles, en mayoría, se han desprendido de dicha tradición. Se superan así “tradiciones constantes” en las que reyes y fundadores con “una elección libre y soberana” elegían representantes suyos conformes con su cultura. El “carácter peculiar del ser masculino y femenino” afecta, como mucho, a lo biológico, no a lo cultural. Es una convicción ya lograda.

Por ello, muchos católicos se niegan a creer “que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia” (Carta apostólica de Juan Pablo II sobre la ordenación sacerdotal reservada sólo a los hombres. 22 mayo 1994).

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